22 sept 2008

La Escuelita de Quilipín


Ahí fue donde me tocó pasar este 18 de septiembre. Bueno, no es que haya estado realmente ahí, en la escuelita, pero fue como si estuviera. Porque cuando uno conversa con la Tía Rosa, antigua profesora y directora de la escuelita de Quilipín, ella te cuenta y te transporta, y hace como si uno estuviera sentado en los añosos banquitos de madera oscura, bajo el sopor de olores primaverales del romero y de la menta, admirando la dulzura y dedicación de esa maestra de escuelita rural de Quilipín, a 6 Km. de Yerbas Buenas.


Delgada pero firme, austera en su vestir, no se puede decir que sea una mujer hermosa y, sin embargo, su mirada profunda, confiada y azul cautiva a los niños que asisten a su clase de historia de Chile. Deviene una mujer transparente y protectora. Ella nos habla de héroes, de amores y pasiones mientras los combates navales y los acuerdos internacionales desfilan por su mirada para adentrarse en la imaginación de las cabecitas morenas bajo el sol, algunas trenzadas minuciosamente, otras engominadas correctamente por la mamá, cuando hay una mamá.


Ella los recuerda, a esos niños y a esos días llenos de magia y sencillez, cuando recorría, al igual que sus niños, los 18 Km., desde Linares para llegar a dedo o a pie hasta la humilde escuelita. Y es que era muy importante llegar a la escuela porque los valores y la educación no pueden esperar, así como tampoco el frugal alimento que recibían diariamente los niños. A veces llegaban tarde, pero llegaban porque ahí había leche, pan y cariño. Con eso, ella se sentía satisfecha, labor cumplida...al menos, eso creí.

Ay, amiga Pity, si supiera los ojos que ella puso cuando le pregunté por la búsqueda del reconocimiento social...
- “¡Pero, si todos queremos ser reconocidos! ¿Acaso, usted, no le importa?” le dije, con vehemencia, a la Tía Rosa.
-“Claro que sí, pero yo sólo sé distinguir la lealtad...”, fue su respuesta. Y agregó, muy cuidadosamente, “Es que, al Chileno, ¡le cuesta tanto recibir ordenes!; le gusta hacer lo que él quiere, algo así como los niños cuando juegan”.
- “No entiendo, o sea, creo que a todos nos gusta demostrar que sabemos o podemos hacer algo. Y, supongo, que a todos nos gusta que los demás lo aprecien, como cuando sus alumnos sacaban buenas notas...además no comprendo qué tiene que ver la lealtad con todo esto”.
- “Entonces, si quieres crecer, debes darte el tiempo de pensar y buscar respuestas con apertura y sencillez, depende de ti...”

A ver mi cara de pregunta, ella agregó con pasión, “Al Chileno, verás, no le gusta recibir órdenes, eso ocurre por falta de auto estima, y suele confundir la fortaleza con la soberbia. Mi trabajo, antes de jubilarme, consistía en enseñar la diferencia.

Una vez, la municipalidad me dio la oportunidad de elegir y recomendar a algunas personas de mi escuela, cuando yo ya era directora, para realizar unos trabajos remunerados. Era un sueldo bastante tentador.

Entonces, una señora conocida del alcalde de esa época, me pidió que recomendara a sus dos hijas quienes tenían estudios más avanzados que mis niños que salían de cuarto medio, esas jóvenes me dejarían muy bien parada frente al alcalde y frente a la comunidad. Yo tendría el reconocimiento del cual me hablas.

Tuve que pensarlo dos veces ya que, para la sociedad y para mi reconocimiento, esas niñas eran las candidatas adecuadas para el trabajo. Sin embargo, pensé en los míos, pensé que ellos sí necesitaban el trabajo. Pensé que si no les doy la oportunidad, podrían convertirse en delincuentes y terminar robando animales”.

- “Ah, bueno, eso parece sensato...”

- “En realidad, no lo es tanto, y ahí está la magia de la fortaleza...Una maestra confía en sus niños y antepone su confianza formadora por sobre las posibles conveniencias del qué dirán o de las amistades...Primero, está la gente mía, la gente pobre que necesitaba trabajar, aquellos que habían terminado el cuarto medio con esfuerzo, los que quisieron aprender sin miedo a obedecerme, ellos confiaron en mí y yo en la educación que les di, sin espacio para la soberbia. Tuve que ser honesta, aunque no les estuviera dando el gusto a los jefes o a sus amistades. Recomendé a mis mejores alumnos...”

-“¿Y, qué pasó? Es decir, ¿cumplieron con los trabajos, ellos fueron productivos? ¿Dio buenos resultados?”

- “Los mejores resultados del mundo. Ellos aprendieron la lealtad”.

A lo lejos, un guitarreo lánguido despide el sol Linarense, con orgullo y agradecimiento.

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