25 jul 2007

El secreto





Siendo fiel a su esencia el secreto, secretamente oprime. No pasa inadvertido, aunque se ponga máscara. Aunque no haya sido invitado. Y cuán deseable sería que eso que está allí, en el libro de anotaciones personal o familiar, nunca hubiera existido. Hacerlo olvidable, que el secreto sea secreto de si mismo. Pero las emociones de una u otra forma lo delatan. Para ellas no hay trampas que valgan
El agua que se evapora vuelve como lluvia. Y mojando ¡Claro está! ¿Pero qué ocurriría si se la vaciara en tierra fértil? Probablemente nazca una flor con el ímpetu propio de una nueva vida.

14 jul 2007

García Márquez y el Poder de la Palabra

Quien haya leído a García Márquez conoce bien el trance que genera la palabra escrita. Y no sólo ocurre con sus novelas, también con sus discursos, como el de Zacatecas ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española, que ha mantenido en trance durante una década a escritores, lingüistas, y diversos profesionales de la palabra.

Botella al mar para el dios de las palabras

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»

El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

3 jul 2007

Dejar que la emoción despierte


Por favor, dénle una leída a este hermoso cuento que mandó Rafael Illanes. ¡Gracias Rafael, es muy Ericksoniano!

"Quería cantar como el resto de las aves. No sabía explicarlo pero, por sobre todo, sentía una profunda necesidad. Algunas le decían que no podía hacerlo, que no estaba en su naturaleza. Y lo dejó aflorar.
Lloró. Lloró como nunca lo había hecho. Era muy distinto. Lo sentía. Casi sin darse cuenta empezó a trinar, con una intensidad tal que en el bosque todo el resto de los animales se quedó callado, incluso los otros pájaros.
Y la luna que pasaba por ahí no pudo evitar detenerse. Era un sonido como nunca antes había escuchado. No era un repertorio, sino que una melodía auténticamente nueva. Su fuerza era imparable, tanto que el astro también lloró de emoción. Sus lágrimas, entonces, cayeron sobre la pradera contigua regándola por completo.
Lo propio ocurrió con el sol que se abrió paso entre las nubes. No quiso moverse. Se quedó suspendido oyendo el canto. Sus rayos, claro, se sintieron con mayor vigor en aquel campo. Luego, dejó al tiempo continuar para que siguiera haciendo lo suyo y, agradecido por haber tenido la posibilidad de escuchar ese trinar, se retiró.
De la pradera brotó, entonces, una flor como nunca antes alguien había visto. Su brillo era intenso, cautivante. La savia corría fulgurante, imperecedera.
Absorto por la escena el pájaro cesó de cantar. Sin quererlo, o tal vez sí, había hecho de esa flor el pentagrama de una nueva vida."